En la novela que estoy escribiendo, el protagonista, como los detectives de una película de cine negro, no busca, encuentra… pero se siente terriblemente solo.
Al protagonista de mi novela las mujeres le rompen el corazón, al menos, una vez cada cinco años y un amigo le traiciona cada año. Creo que para el final del libro ya no tendrá amigos. Él, sin embargo, cargará hasta el último capítulo con la culpa de haber traicionado a un amigo.
A mitad del libro se enamorará de una chica dulce, guapa, delicada y más joven que él, pero aún no he decidido si será la mujer de su vida o acabará abandonándole por lo mucho que al protagonista le cuesta decir «te quiero».
Mi protagonista ha bebido, ha ligado, ha derrochado y ha salido más que aquellos tipos de Madison Avenue en el Nueva York de los sesenta. Además, nada le sorprenderá, porque como a Rick en Casablanca, lo más impresionante que os haya pasado, a él le habrá sucedido la noche anterior.
Pero se encuentra terriblemente solo.
Cuando describa al protagonista diré que es un sentimental. Sin embargo, los restantes personajes de la novela no se darán cuenta.
Las mujeres que le gustan (y que saben que no le convienen pero, vaya, por eso le gustan) son guapas, ambiciosas, frías, calculadoras, caprichosas, chantajistas profesionales de los sentimientos y, por supuesto, no lloran y menos aún por un hombre. Además, los malos vestirán trajes baratos, llevarán zapatos sucios y venderán a sus amigos por un par de besos con una chica aburrida con la que puedan fingir llevar una vida feliz en una casa decorada por ella, con un 4×4 elegido por él, varios críos disfrazados iguales y barbacoa con los vecinos los sábados en el jardín.
Vivirá solo en un pequeño apartamento en el centro de una gran ciudad que recorrerá las noches de invierno, a la salida del trabajo, con las manos metidas en los bolsillos de un abrigo gris cruzado.
No tendrá novia pero recordará a diario a aquella flaca de cintura estrecha, ojos verdes (o marrones, ya lo olvidé), de melena larga y ondulada, espalda interminable y suave, a la que le gustaba abrazarse a él en la cama para sentirse protegida pero que un día, de repente y sin previo aviso, desapareció. ¿Por qué sigo pensando en ella todos los días? se preguntará a menudo; pues, chico, porque, como le dijo un amigo, los amores eternos sólo pueden ser aquellos que no son correspondidos.
Mi protagonista nunca llorará, excepto en el cine y en la cama y como Nicolás Cage en Leaving Las Vegas no hará planes más allá de una cena.
Además, en mi novela, el protagonista irá a beber solo a bares de hoteles con pianista para huir de la gente normal y sólo dará conversación al barman – que será negro y se apellidará Martínez – al que le contará sus secretos, igual que hace un pecador con su confesor.
A mitad del libro, en una de esas barras de hoteles, se encontrará con una rubia, extranjera, de pelo corto, que será una agente doble a sueldo de Rusia o, peor, una rica casada y aburrida con mucho tiempo que perder. Rubias sensuales (con todos) y sexuales (con casi nadie) que te llaman darling cada siete palabras y sólo beben champagne («un vino con bolitas que los franceses inventaron para que las mujeres pudieran beberlo en público y que los hombres pensaran que eran alegres, pero no putas»). Esa clase de mujeres (¿valdrán morenas o tienen que ser rubias?) tan seguras de si mismas que no le tienen miedo a nada, ni a los lunes en un despacho de abogados, y por las que cualquier hombre cambiaría de bebida si se lo pidieran. Rubias que cuando te despiertas ya no están y que van a beber solas a la barra de un hotel porque no tienen que esperar a ningún hombre con la casa arreglada sino que, al contrario, son ellos los que las esperan preocupados en el sofá con cara de preocupación. ¿Acaso vivir no es enamorarse alguna vez de una de esas mujeres, que como decían en Atraco perfecto (The Killing), tienen una moneda donde otras tienen un corazón?
Los días grises de otoño le insistirán para cenar con el otro tipo de mujeres que existen: las normales (como nuestras madres, nuestras hermanas o nuestras ex-novias del colegio), pero como una vez le dijo su padre: no te engañes, hijo, ésas son las peores.
Con todas ellas se sentirá terriblemente solo.
Él no se venderá, no se regalará y no se arrastrará por nada… menos ante aquella flaca de cintura estrecha ¿pero no nos enseñaron de pequeños en clase de religión que hasta el Papa se confiesa a diario por sus pecados?
Mi novela empezara así:
«Se sentía terriblemente solo, pero nunca supe si era un solitario o fue la soledad la que le encontró.»
Lo que aún no tengo claro es el final del libro, lo único que espero es que mate a todos los malos que le rodean y, sobre todo, no muera recordando todavía a aquella flaca de cintura estrecha.
(Escrito la tarde del 4 de agosto en este rincón de Es Molí de Sal, Formentera)
